Todo el mundo está de acuerdo en que la cara es el espejo del ama, pero hay caras, caritas y caretos.
Rafael Otero Míguez, el cura que me bautizó porque tuve la suerte o la desgracia de nacer en un territorio dominado por el cristianismo, fue padre antes que sacerdote, pero su familia le obligó a ingresar en el seminario mayor en Santiago y años después le destinaron a mi parroquia, donde ejerció hasta que falleció. Su rostro reflejaba bondad por los cuatro costados y a veces tenía problemas con sus colegas de las parroquias cercanas, cuando no quería cobrar los oficios religiosos a los pobres, llegando incluso a amenazarles con una pistola en más de una ocasión. Era muy culto y educado, agradable y buena persona, con la que hice una gran amistad en mi juventud, porque era el único hombre con el que podía hablar de temas interesantes.
También me impresionó muchísimo Óscar González Quevedo, un sacerdote jesuita, madrileño, Doctor en parapsicología, que dirigió los departamentos de esa disciplina en Sao Paulo (Brasil) y en Córdoba (Argentina). Asistí a algunos cursillos suyos en los años 70 y su rostro reflejaba una personalidad extraordinaria y una cultura fuera de lo normal. Daba gozo escucharle y se pasaban las horas volando.
Pero no todos los religiosos son tan cultos y honorables ni los hombres normales son incultos e impresentables, porque de todo hay en la viña del señor. Pero me pregunto cómo es posible que sea Papa el señor que nos visita este fin de semana, con ese careto que asusta a los niños y refleja que no es hombre de fiar, a juzgar por los encubrimientos de los casos de pederastia por parte de miembros de su Iglesia. Actuando como actúa él y sus discípulos, no entiendo cómo puede haber tanta gente que le sigue y que enloquece por verle.
Si a algunos nos gustan las mujeres y a otros el fútbol, debe ser algo normal; por eso tiene que haber de todo en el mundo, sino la vida sería muy aburrida.
CONSTANTE
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