Cuando tenía catorce años, me cogió el frío después de jugar un partido de fútbol una mañana de un domingo invernal. Después de almorzar, a la hora de salir con los amigos, comencé a sentirme mal y me acosté pensando que me repondría enseguida, pero comencé a tener fiebre y ya no me pude levantar. A la mañana siguiente no pude ir a trabajar y el médico me dijo que tenía principio de pulmonía. No recuerdo qué me inyectaron y desde entonces quedé inmunizado, pues nunca más estuve enfermo; a pesar de trabajar a la intemperie casi todos los inviernos durante cincuenta años.
Tuve cuatro médicos asignados en la Seguridad Social y no he conocido a ninguno. Los dos primeros se han jubilado y el tercero me lo cambiaron por el cuarto al trasladarme de residencia. No sé ni cómo se llaman y me hará gracia cuando tenga que ir por primera vez al ambulatorio, al CAP o al hospital y tengan que iniciar mi historial en el ordenador.
Por fin, mi período laboral se acerca a su fin y llevo más de veinte años preparándome para la jubilación. Os aseguro que no pienso aburrirme ni un minuto mientras viva, con la cantidad de aficiones artísticas que tengo.
Pero lo que más me ilusiona es que podré contar con la doctora más preciosa que he visto en mi vida. Fue una de las mejores alumnas de mi instituto, que se matriculó en Biotecnología y al año siguiente se cambió a Medicina, donde está consiguiendo un maravilloso expediente académico. Los cirujanos se la rifan para que les acompañe en las operaciones y si les hiciera caso tendría que estar siempre de guardia.
Es tan inteligente, hermosa, dulce, agradable, simpática, eficiente y cariñosa, que encanta a todos los enfermos y resucitaría a los muertos, si la vida de los mortales no estuviera trágicamente predestinada al descanso eterno.
Cualquier enfermo que vea a mi querida doctora Lidia, revolucionará las neuronas de su cerebro hasta tal punto, que hará reaccionar positivamente su inconsciente y le curará hasta las más complicadas enfermedades de origen psicosomático. Por tener una doctora así, vale la pena vivir y será un sueño estar enfermo para adorarla.
Gracias Lidia por poder contar contigo y hacerme tan feliz. Siempre dije que no seré el más rico del cementerio, pero seré el más feliz; aunque ahora, al tenerte como doctora, ya tengo mis dudas, porque desde allí no podré verte. Deseo que seas la mujer más feliz del mundo, para que colabores a que todos lo seamos también.
CONSTANTE
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